22 ago 2009

Noche de Gala con el Rey

Os paso un nuevo capítulo de las aventuras de Iñigo, que acabo de descubrir que viaja con Costa Cruceros en un crucero dedicado a Pelé, para mi el mejor jugador de todos los tiempos, ganador de 3 campeonatos del Mundo y un ejemplo de comportamiento y deportividad, no como otros que se esnifaban hasta las líneas de demarcación.

Soy consecuente y diré un punto donde ha sido criticado mucho por algunos sectores, las mujeres, yo creo que más que criticas han sido envidias, quien no recuerda a una de las más populares, Xuxa, que aún hoy está de muy buen ver.


El favorito del viajero era el camarero negro, Isaac, que preparaba cócteles con su chaqueta roja. (En la presentación miraba al espectador y le señalaba con los índices en plan enrollado).
El viajero jura que ha visto hacer ese gesto en plenos años noventa a ejecutivos engominados, para hacerse los colegas. Al viajero le gustaría tener un camarero de confianza en el crucero, pero no le hacen mucho caso. Mientras entra en su camarote, se promete seguir buscando un bar decente. Habla con su mayordomo personal, Omar, muy servicial, pero es otra relación que no acaba de cuajar. Le cuenta que trabajan casi ocho meses, empalmando cruceros. De inmediato se convierte en su héroe. Dice que le gusta porque pagan bien y ve mundo. Les dejan bajar en las escalas durante un par de horas. El viajero cree que podría hacer un blog.
En el barco reina cierta agitación porque es la noche de gala. Eso quiere decir que hay que ponerse elegantes, situación que siempre deja en posición incómoda al viajero, porque no es una persona elegante. Es decir, cuesta intuir su elegancia interior, que él está casi seguro de que la tiene, porque va hecho un zarrapastroso.
Al final se pone una chaqueta y que sea lo que Dios quiera. Cuando se abre la puerta del ascensor no da crédito. La gente se lo ha tomado realmente en serio. Es más, parece que no esperaban otro día. Los niños están muy nerviosos. Es una muchedumbre endomingada, de punta en blanco, que podría acudir tranquilamente a una boda. Quizás más de uno ha aprovechado la oferta de blanqueado de dientes, con 20% de descuento, que ofrecía el salón de belleza para la noche de gala. O la oferta de la peluquería, desde 44 a 120 euros con 'hihlight&cut&brushing'. O se ha podido abastecer en el mercadillo de sortijas que han puesto en la zona de tiendas. También es el Día Swarovski, con 20% de descuento: «¡Dejen que la magia de las joyas los transporte al fabuloso mundo del glamour!»
El Rei es sonámbulo
En resumen, el viajero ha vuelto a quedar mal. Y se resiente, claro. Se da a la bebida en el bar del gran atrio central Pantheon, amenizado por el pianista triste. A su alrededor evoluciona una larguísima procesión de pasajeros empingorotados y tensos. Es la fila para hacerse la foto con Pelé en la entrada del teatro. Una vez dentro hay cóctel. El viajero calcula que allí hay al menos para hora y media, y como hay dos turnos, según las cenas, decide volver luego. Se va a cenar a su turno, que es el centroeuropeo de las siete. Todos los camareros están de etiqueta.
Entre el pasaje se ha especulado mucho sobre Pelé. Debido a su demora en personarse y por el escaso énfasis atribuido a su presencia corrían inquietantes rumores. El viajero fue esta mañana a interesarse a la hora de consultas con la azafata en lengua española, Anais, muy simpática. Le dijo que Pelé estaba a bordo desde el primer día y otro pasajero añadió que la noche anterior participó en el fiestorro brasileño y cantó y todo. «Te lo perdiste», le dice. El viajero ya se ha dado cuenta de que hay un mundo de marcha loca hasta las tres de la mañana, pero es que no le atrae lo más mínimo. Así es como uno va perdiendo oportunidades en la vida.
De todos modos en la tele de los camarotes hay un canal que sólo pone las 24 horas el documental 'Pelé eterno', que el viajero ya ha visto a trozos unas doce veces para dormirse. El documental está bien y se aprenden cosas, como que Pelé era sonámbulo y gritaba gol en sueños. Es entrañable ver cómo se celebraban antes los goles, en blanco y negro. De forma infantil, a saltitos y levantando los brazos. Luego la cosa se ha desmadrado. El que no tiene preparada una tontería para hacer o una frase en la camiseta no es nadie. El viajero siempre se pregunta cuánto tiempo se pasarán algunos con la frasecita bajo la camiseta, sin lavarla y viendo pasar partidos. Se podría hacer una recopilación de literatura futbolística inédita, con frases que nunca salieron a la luz, aunque sería como el registro civil, todo nacimientos, cumpleaños y defunciones.
En el documental sale un partido muy instructivo del Santos contra el Boca Juniors en 1963: los argentinos dan leña como macarras y el público grita algo así como «¡Pelé hijo de puta, macacos del Brasil!». En vida deportiva a Pelé no se le tenía tanto respeto. Aunque en un partido en Colombia le expulsaron. Pero el público montó tal bronca, porque había ido a verle, que al final cambiaron al árbitro y fue readmitido.
El viajero es uno de los últimos de la fila pero ya se acerca a la ansiada foto con el ídolo. En la cola ha visto a la gente muy preparada, con camisetas de Brasil, de otros equipos, niños con balones y hasta un señor con una entrañable caja de 'Subbuteo' de los ochenta. Antes, sin embargo, hay un último obstáculo: la foto con el capitán, un señor italiano de aspecto campechano. Le han puesto detrás un decorado de nubes muy resultón. Al viajero, fecundo en ardides como Ulises, se le ocurre alegrar la instantánea con su truco de los ojos. Es decir, ponerlos bizcos. A él le parece muy gracioso y que desmitifica las ceremonias. Lo hacía Cary Grant en 'Charada', y para el viajero es la imagen de la elegancia, así que se puede, aunque sea noche de gala. Además, siendo un viaje mitológico, pueden aceptarlo como estrabismo de Venus. Hace su gag y el fotógrafo ni pestañea, porque estará hasta la coronilla.
Pelé y el Athletic
Por fin toca Pelé, que el pobre lleva tres horas haciéndose fotos con un decorado de un estadio, muy propio. Pese a la fatiga, saluda muy afectuoso. Pelé no sólo es un grande, el más grande, es un tipo muy majete. El viajero farfulla unas palabras mientras el Rei le comenta que el barco está lleno de gente del Madrid y del Barcelona. El viajero responde que le gusta mucho el fútbol pero no tiene equipo, porque no es de hacerse de cosas. Pelé le mira raro. Le dice que viene de Bilbao y entonces hablan del Athletic. El viajero no hace su truco de los ojos porque Pelé es Pelé. ¡Qué emoción!
Luego pasa al teatro para el cóctel y le dan una copita. Desde luego es el momento más 'Vacaciones en el mar', esa dicha setentera que en las películas españolas tenía su equivalente en las sintonías 'dabadabadá' y las moquetas de leopardo. Sin embargo el presunto cóctel es deprimente. Es una americanada total y, en esta línea, el viajero percibe por primera vez la presencia de un sector gringo y latino con pasta que pega mucho. Hay una señora cantando en el escenario clásicos dorados de ayer y siempre, con la compañía de un piano y un subyugante fondo estrellado. Algunas parejas salen a bailar en este marco incomparable. Las familias, repeinadas y arregladas, sentadas en las filas de butacas, miran absortas con su copa en una mano y las cámaras en la otra. El viajero no sabe si sentirán lo mismo que él, una penosa sensación de estar en el lugar equivocado. No sabe definir lo que lee en sus caras, algo entre la inercia, la falta de estímulo y las esperanzas apagadas. Son las caras de una parada de autobús.
El viajero piensa que en vacaciones suele haber un momento de pausa lúcida, en el que después de mucho tiempo se hace balance de la propia vida. De si uno está contento (y se conforma) o si debió ser más ambicioso. También, animada por la libertad condicional, la gente se imagina que cambia de vida, de pareja o monta una bronca en el trabajo y dimite. Pero luego ¿dónde va a ir? Se acepta el destino y se vuelve al curro como un corderito.
Tras el cóctel empieza la actuación estelar de la velada, 'La increíble comicidad de Rene Luden'. Se apagan las luces y sale humo en plan niebla. ¡Tachán! Aparece el artista, un señor canoso con algo en la mano. El viajero no cree lo que ven sus ojos: ¡es un ventrílocuo! Creía que era una profesión en extinción, como la de sereno o periodista. Pero no puede ocultar su satisfacción, la atmósfera de 'Vacaciones en el mar' está plenamente conseguida. Tiene un perro que se llama 'Toby'. Caústico, como todos los muñecos. Ante un público plurilingüe, el ventrílocuo debe hacer chistes en varios idiomas. Va a lo fácil y se cachondea de Berlusconi, que eso lo entiende todo el mundo. Hace las delicias de los niños.
Danzas y videocámaraLuego empieza el baile de gala. Al principio sólo los animadores, trajeados, sacan a señoras solitarias y bailan de forma profesional entre los corros de chavales. Los pasajeros vagan un poco embotados en sus trajes, como en las bodas cuando se ponen espesas al cabo de unas horas. Algunos señores se pasean con la mujer en un brazo y la videocámara en el otro, grabando sin cesar. A veces ni miran a la mujer y otras ni miran lo que están grabando. No se ve mucha diversión, la verdad.
El viajero topa con otro decorado fotográfico donde se retrata a señoritas en un fondo azul ante la falsa barandilla de un barco. Les bastaría salir afuera, pero ellas sabrán. Sin ningún asomo de que estén siendo irónicas, como el viajero y su 'efecto ojos', las chicas se fotografían en poses pizpiretas casposas, hasta doblan una pierna hacia atrás. Pero es peor al asomarse a un estudio fotográfico, con focos y paraguas, donde las parejas se retratan acarameladas.
Tras hacer la ruta habitual de bares, tragaperras y casino el viajero descubre que ya han puesto las fotos de Pelé en los escaparates del puente cuatro (Orión). El Rei se lo ha currado, hay miles. El viajero compra su foto con Pelé, 15 euros. Pero la del capitán es un chasco. Debe confesar que el 'efecto ojos' no siempre le sale bien, aunque él cree que sí. Se piensa que los tuerce divinamente -como Venus- pero a menudo sale con la mirada rara. Simplemente parece idiota. Bien, pues así era la foto del capitán. Sólo días más tarde descubrirá que sí había una con el gag conseguido, pero no estaba en el escaparate. Seguro que pensaron que había salido mal o que ese tío era tonto.
De vuelta al paseo rutinario por las instalaciones, decidido a llegar a los rincones más remotos, descubre en el mapa del barco un bar minúsculo, el Bar Clásico. Va para allá de inmediato, esquivando un atasco donde dan pasteles. Pasa una señora con dos niñas de la mano, pero no parece su madre. Se comportan más bien con la complicidad de unas sobrinas con su tía favorita: «Vamos a sacar a bailar a Andrea y ya veréis como se liga a los italianinis». Las niñas se mueren de risa y se divierten mucho. En el crucero pueden quedarse levantados hasta tarde. La fiesta se ha animado.
Al llegar al bar el viajero se asusta porque tiene otro alias, Bar Hércules, y ya se imagina que estará adornado con muñecos de los doce trabajos del héroe, que se lo tuvo que currar en estos mismos parajes del Peloponeso. El viajero se percata de la insistencia del carácter mediterráneo pues, como Ulises, Hércules tuvo que aguzar el ingenio para superar sus pruebas, algunas tan poco míticas como limpiar mierda en un establo o, directamente, robar a alguien. Por lo que incumbe al viajero, le cuesta abrir la puerta del bar, aunque es el único con puerta y eso le da buena espina. Gracias a los dioses, es pequeño y con la música bajita. Es decir, no hay nadie. No han podido prescindir de la falsa chimenea y el plástico dorado, pero no se pueden pedir milagros. Descubre que también es el Cigar Bar: llegan unos brasileños y se ponen a fumar puros mirando al techo, como se suelen fumar los puros, véte a saber por qué. En este apartado rincón el viajero por fin se siente en paz. Pide un whisky, mira al camarero filipino e intenta imaginárselo negro, con rizos y la chaqueta roja. Pero mejor no se lo dice porque le echa.

Esta imagen está dedicada a todos los cúles del Club.

15 ago 2009

SUDADA OLIMPICA

Como no hay con quien compartir experiencias en este período vacacional, pues uno lee, que saber sabe, y ahora al igual que cual Maruja casera mirando la telenovela, me he enganchado a los artículos del Íñigo, que de paso os diré que se apellida Domínguez, estos artículos los publica en el Norte de Castilla, no le quitemos méritos a nadie, y que nadie piense que mi corto intelecto da para inventarme estas parrafadas.

Hoy os paso un segundo capítulo de sus aventuras cruceristicas, espero que os guste.

Originalmente esta imagen se movia y bailaba el Sirtaki, pero el Blogspot no lo permite, lo siento.


El crucero entra en el universo griego y hace escala en Olimpia bajo un sol ardiente, con una excursión por las ruinas míticas que culmina con un sirtaki en un restaurante típico


El viajero se levanta a las siete de la mañana. A esa hora la nave pasa frente a Ítaca. El pobre Ulises se pasó diez años dando vueltas por el mar para llegar aquí y, fundar un pilar de la civilización occidental, una de cuyas cúspides es este crucero de 17 pisos. Ulises se habría dicho que quién lo pillara, aunque no es precisamente el pasajero tipo. Encarna el espíritu de aventura y el individualismo. Del mismo modo, su mar no es el de ahora. Entonces era el vasto misterio, el gran desafío, fuente de sabiduría. Hoy la mayoría de la gente del crucero ni sale a mirarlo porque le coincide con el bingo.

El crucero navegará aún por lo que fueron dominios venecianos, pero ya entra en la órbita griega, lo que una vez fue el mundo. Al viajero le sorprende la cantidad de luz que hay a esa hora. Acaba de amanecer y el barco está desierto. En la piscina, unos empleados filipinos colocan las toallas al ritmo de un sirtaki con volumen de discoteca. El viajero teme que le van a abrasar con el sirtaki. Mira hacia Ítaca, pero no ve nada porque el sol está justo ahí. Ante el lugar mítico, el viajero no siente nada especial, pero tampoco con las fusiones bancarias y son una cosa importantísima.

Ítaca y Perejil

Con su habitual falta de preparación, el viajero reflexiona sobre por qué los mitos han caído tan bajo. Uno empieza con Ulises y termina con Michael Jackson o Cristiano Ronaldo. El viajero recuerda lo que ponía en la enciclopedia de su casa sobre los Beatles: «Conjunto músico-vocal británico dedicado a la canción ligera moderna». Trece líneas. Habrá que buscar a Michael Jackson dentro de unos años, a ver en qué se ha quedado. Las enciclopedias le ponen a uno en su sitio.

La Odisea también ha envejecido mal: la isla de Ogigia, donde Ulises vivió con Calipso, correspondería al islote de Perejil, escenario de temibles enfrentamientos armados de pacotilla. Ulises se largó aunque la ninfa le ofrecía la eterna juventud. Dada la obsesión por los tratamientos de belleza, si el crucero hiciera escala allí se quedaría la mitad del pasaje. Hades, según otras teorías, quedaba por Ceuta. Eso le recuerda al viajero ese chiste de uno al que le preguntan si cree en el más allá: «¡Cómo no voy a creer, si soy de Melilla!»

El crucero pasa ahora frente a Cefalonia y más allá se esconde el golfo de Lepanto. Hasta aquí vino Cervantes a que le partieran la cara. Allí tuvo lugar uno de los mayores crímenes del ejército nazi, muy olvidado. En Cefalonia, tras la rendición de Italia, los alemanes se cepillaron a más de cinco mil italianos. Lepanto fue cosa de una mañana. Cien mil personas y 500 barcos. Los cristianos hundieron la flota turca y, hala, hasta el próximo choque de civilizaciones. En el Mediterráneo ha estado siempre la línea entre Oriente y Occidente.

Por fin, cobertura

En estos dos primeros días el barco ha navegado cerca de la costa, con la tierra a vista, como los primeros hombres que empezaron a aventurarse en este mar. Se animaban a ir un poco más allá, venciendo el miedo, a ver qué había. Hoy esto tiene más utilidades: por fin hay cobertura. Lo primero, naturalmente, es informarse de las incidencias meteorológicas de los lugares de origen. «Bueno, bueno, en Santander ha debido caer una...», se comenta.

El viajero se aleja de Ítaca, como cuando los compañeros de Ulises abren los odres de los vientos de Eolo. Ulises se planteó entonces lo mismo que el viajero esta mañana al rellenar un prospecto sobre la gripe A y pensar en quedar encerrado en cuarentena: «Y yo medité en mi inocente pecho si debía tirarme del barco y morir, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos». Ulises asumía su destino trágico, y el viajero debe aceptar su destino de vacaciones.

Hoy toca escala en Olimpia. Para bajar a tierra se ha apuntado a una excursión organizada, de 65 euros. Inevitablemente, había una que era 'Olimpia entre el mito y la modernidad', pero ha elegido 'El sabor de la antigua Grecia', porque luego les llevan a un restaurante a degustar productos locales «con alegres notas del sirtaki».

El barco atraca a las doce y la gente tiene tiempo de formar la parrilla humana al sol. Los habitantes del Mediterráneo están alcanzando fantásticos resultados en pos de la obesidad y el torpor. El espectáculo de la gente tomando el sol es un poco desagradable porque la mayoría de nosotros somos feos. No quedamos bien. Viendo la salchichada masiva, el viajero recuerda con fastidio que va a volver a perderse el bufet de sólo hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas. Y él en las ruinas de Olimpia, cuna del deporte, qué se le va a hacer.

En el crucero uno puede pasarse la mañana de siete a tres empalmando los bufets repartidos por los puentes. Luego hay ahí una hora muerta, que se hace dura, hasta el té-merienda de las cuatro y media.

El barco atraca en Katakolon, pueblo surgido de la nada en una bahía que debía de ser tranquila pero en la que vieron el chollo de construir un puerto para cruceros. Ahora hay dos buques colosales frente al poblado, que en realidad es una calle de restaurantes y tiendas de recuerdos.

Junto a la isla de Onassis

La guía del autobús está hábil para ganarse al público y dice lo primero que ahí cerca está la isla de Scorpios, la de Onassis. Cuando llegan a Olimpia y divisan las ruinas entre las encinas la mayoría intuye que aquello se va a hacer eterno, porque el sol pega que no veas. El grupo del viajero parece de gente normal. Es que en el barco, todos se quedan en nada. «Vamos a fijarnos en alguien del grupo para no perdernos», dice una familia. Al final eligen a un señor gordo como bandera distintiva.

La guía explica que los primeros Juegos Olímpicos son del 776 a.C. Llegaban atletas de mil ciudades estado, de Gibraltar a Asia Menor. La guía dice que iban desnudos. Cuesta trasladarse a la época, no porque esté todo roto, sino porque pupulan decenas de excursiones. Dos cruceros que desembarcan a la vez pueden ser ocho mil personas de golpe. Aunque vengan del crucero con dioses pintados en los ascensores cuesta profundizar. La guía habla del templo de Hera pero los niños encuentran cosas más interesantes.

Uno de ellos experimenta con una cámara. El viajero recuerda la expectación al ir a buscar las fotos a la tienda, a ver cómo habían salido. De la impaciencia se veían en la misma calle. Ahora casi ni se miran, porque se fotografía todo continuamente.

Hay padres que se mantienen al margen del grupo, como que eso no va con ellos. En general, salvo excepciones, no hace gracia formar parte de la borregada. Los hombres adultos no son muy de fotos, se hacen los duros. Observando matrimonios mayores, el viajero piensa que muchos señores siempre están como soportando a la mujer y sus manías, pero ellas son más activas y vitales.

Por su parte el viajero se asoma a un hecho incontestable de nuestro tiempo: a las chicas cuando se sientan se les ve el culo. Ya es algo aceptado. Antes era excepcional y casero, cuando iba a casa el fontanero y se metía bajo el fregadero. Ahora es tendencia.

A la apoteosis natural que empuja a la siesta se unen los abejorros. En esto llegan al estadio y la cosa se anima. Se conserva la línea de meta de las carreras y la gente se lanza a hacer fotos, simulando que corre o en posición de salida. Sin obligaciones, el hombre se pasaría el día haciendo el gamberro. Pero los niños se lo toman en serio. La ruta sigue y los niños discuten si lo que se ve en la herida de uno de ellos es carne o es piel.

La visita se acaba. Al regresar a Katakolon van a un restaurante donde hay platos con aceitunas y piscolabis locales. Una señora se sirve agua y se atraganta: es ouzo, el anisete local. El personal hace acopio de alimentos como si no hubiera comido en su vida. El tentempié es justito, pero los del bar echan el resto con el sirtaki. Como temía el viajero, sacan a bailar. Pero los otros turistas son más enrollados, enseguida se monta un corro. Al viajero le sorprende siempre esa capacidad del turista de apuntarse a un bombardeo. Acaban sudando, porque son las cuatro y no son horas.

El viajero se escapa a dar un vistazo a las tiendas. Hay estatuas, gorros, mil objetos de nula utilidad. Imanes de nevera con escenas eróticas de ánfora griega. Todo de China, donde se producen los recuerdos turísticos del resto del mundo, idénticos.

«Hoy llegan los bárbaros»

De regreso al barco los pasajeros parecen hormiguitas hacia la nave espacial. Llegar al pie del crucero da una sensación grandiosa. Despidiéndose de ese pueblo fabricado para recibir visitantes el viajero, típico esnob que copia citas, recuerda ese poema de Cavafis, griego de Alejandría:

-¿A qué esperamos congregados en la plaza?

-Es que hoy llegan los bárbaros.

El poema sigue con preguntas que plantean por qué el senado está cerrado, por qué el príncipe espera en la puerta y la respuesta siempre es la misma. También se pregunta por la razón de brazaletes y anillos brillantes. Respuesta: «Porque hoy llegan los bárbaros y esas cosas deslumbran a los bárbaros». Al final no llegan y el poema concluye: «¿Qué será de nosotros? Esos hombres eran una cierta solución».

11 ago 2009

El crucero tiene un ambiente mitológico de Locomía

Vaya algunos días sin dar señales de vida, algunos pensarán que estoy de vacaciones, pues no es así, en agosto hacen vacaciones los obreros y los trabajadores, que no es mi caso.


Hoy os paso un artículo que he encontrado en la red y que no tiene desperdicio, lo considero un buen e irónico artículo de Iñigo, al que desde aquí felicito.





El crucero tiene un ambiente mitológico de Locomía, pero el espectáculo es dejar Venecia a los pies de un buque colosal
Este primor de cinismo, belleza y armonía se soporta sobre un bosque de estacas


El viajero examina antes de dejar su hotel en Venecia un cuestionario de satisfacción. Qué manía, si luego hacen lo que quieren. Al final hay un párrafo minúsculo en el que avisan de que pasarán sus datos a empresas publicitarias. El viajero cree que es mucho morro, pero ve al lado una casilla para marcar y piensa que es optativo. Pero no. Más pequeñito todavía dice: «Marque aquí si prefiere renunciar a esta oportunidad». Qué sibilino. Muy veneciano.


El viajero se embarca hoy en su crucero y ya se lanza al fragor turístico de Venecia. Bordea el gueto, el primero de la historia. Es una palabra veneciana. Son los primeros a quienes se les ocurrió encerrar a los judíos en el siglo XVI. Luego los Papas siguieron perfeccionando la idea. Los venecianos siempre han sido unos reverendos hijos de mala madre. Inventores de otros engendros malignos, como los bancos, junto a los genoveses. Y son los maestros absolutos en el arte de la picaresca. El viajero los admira rendidamente, como a todos los italianos. Tiene simpatía por los golfos. 

En busca de la esencia del mar que surcará el crucero, el viajero piensa que la astucia es un rasgo fundacional mediterráneo.

Por ejemplo, en el siglo XVIII los carteristas que entregaban su botín a la Policía podían quedarse una parte. La explicación era que así «se favorece entre el pueblo la práctica de una actividad ingeniosa, inteligente y sagaz», como cuenta Jan Morris en su maravilloso libro de Venecia que el viajero piensa copiar a saco. Añade que ya en el siglo XIII había una policía turística que guiaba a los visitantes a las tiendas caras y que a Tiziano le robaron en casa mientras agonizaba de peste.


Pero ¿cómo no aprovecharse de semejantes rebaños de tarugos? El viajero se mece entre muchedumbres gritonas de colores que se extravían a cada paso. Constata que perdura la pasión de las americanas por las pamelas, y por esas viseras gigantes que se colocan con el flequillo encima.


El viajero ha ido bastante a Venecia y la conoce un poco. Bueno, conocer es una palabra seria. Cuando se pierde al cabo de cinco minutos mantiene cierta dignidad y sólo tarda un rato en intuir dónde está. Hasta los turistas más avezados se paran al final en una esquina y sacan el mapa a escondidas, mientras al lado pasa algún veneciano a toda velocidad. El viajero piensa que en Venecia eres siempre un intruso. Aunque vayas mil veces se nota mucho que no eres de allí. Los venecianos se encierran en sus costumbres, impermeables en la ciudad de agua.

El viajero se pierde en el laberinto. Llega como un estúpido al final de una calle que se cierra y recuerda con pesar que hace cinco minutos que dejó atrás el último cruce. O, por el contrario, llega al fondo de una calle temiendo lo mismo, pero en el último instante, a un lado se abre de repente otra calle. Quizá hasta hace un momento no estaba ahí y se cerrará a sus espaldas. Llega a Rialto. Aquí estaba en el siglo XII el primer banco estatal de la historia, la Banca Giro, que ahora es un bar. Durante tres siglos desde aquí se controlaba todo el comercio internacional, su monopolio de Oriente. En 1499, cuando se supo que un tal Vasco de Gama, otro pedazo de viajero, había encontrado una ruta dando la vuelta por África, quebraron varios bancos. Aquí las ven venir desde muy lejos.


Vienen a ver escaparates


Venecia ha sido muy grande y en el crucero el viajero navegará casi todos los días por antiguos dominios venecianos. El viajero interrumpe su desvarío ante la visión de guiris agolpados en las tiendas. Lo de venir a ver escaparates es que no lo entiende.


El viajero se acerca a la plaza de San Bárnaba. Ha leído que ahí se estrenó el día anterior la primera gondolera oficial de la historia. Sí, una mujer. Italia va asumiendo estos conceptos modernos. Cualquier día descubren la tarjeta de crédito en algunos restaurantes. Un día histórico en Venecia no es moco de pavo.


El viajero encuentra a dos gondoleros en el muelle, muy aburridos. Vence su timidez y va a hablar con uno de ellos. Es curioso, conoce muchos periodistas, y algunos muy buenos, que son tímidos. El gondolero es joven. Le pregunta por el negocio para que se queje un poco, que eso siempre une mucho. «Muy mal, y con el dólar así los americanos ni se acercan», explica. Una vuelta de media hora cuesta 80 euros. Pero le encanta su oficio: «A mi chica le doy paseos y ya le he dado la vuelta a Venecia. De noche es mejor, el agua no parece sucia, y se reflejan las luces, es un espejo». Y añade: «Y también hemos dormido en la góndola». El viajero se muere de envidia.


Luego le cuenta de la gondolera, que no está. Se llama Giorgia Boscolo, de 25 años, hija de gondolero -¡cómo no!- y sólo ha superado el examen de acceso. Pero eso quiere decir que dentro de tres meses empezará unas prácticas. Una becaria gondolera que como tal, imagina el viajero, meterá doce horas sin rechistar. Aunque a los dos años la harán fija. Venecia, definitivamente, es un mundo irreal. «Mejor que la alemana esa», comenta. Habla de una tal Alexandra Hal, emperrada con ser gondolera, a quien siempre catean y denuncia un boicot en la prensa internacional.


San Marcos, serie de trolas


Por fin, el viajero se deja caer en San Marcos. La basílica nace de una sucesión de trolas encantadoras. El patrón de Venecia era en realidad San Teodoro, un santo del montón que imponía poco, pues hay como 27 san teodoros. Así que en 829 un comando veneciano robó el cuerpo de San Marcos en Alejandría y luego inventaron la leyenda de que el evangelista había naufragado en la laguna, aunque lo del robo también parece ser fabulado. El caso es que allí tenían un tipo que decían que era San Marcos. Luego ya fue la apoteosis: en el templo hay decenas de reliquias, desde un dedo de María Magdalena a cubertería de la Última Cena. Venecia está llena de santos robados. Sólo en San Tomà hay diez mil reliquias. El viajero piensa que el Mediterráneo también es muy fiambrero. Pero si una farsa sirve de pretexto para levantar San Marcos, bienvenida sea. Contemplando su aire de pagoda, el viajero cree que los italianos son sabios. Creen más en la forma, lo único tangible.


Por sentido del deber, el viajero se acerca a verificar la situación en el Puente de los Suspiros. Es más lamentable de lo que esperaba: está cubierto de publicidad y parece el escenario de un festival pop. Pero la gente se hace las fotos encantada, alabando en algunos casos el envoltorio plástico, como si fuera mejor o una visión más única. Exclusividad es hoy la palabra deseada por la masa, aunque no hay para todos. El viajero se pregunta alarmado si alguno de estos personajes tan exclusivos será compañero de crucero.


El león del Arsenal


Angustiado, huye hacia el Arsenal, el mayor astillero del mundo en su tiempo. Del XIV al XVI, Venecia era la gran potencia del Mediterráneo. Al viajero le gusta el gran león de la entrada, que según las guías fue robado por el dux Francesco Morosini en el puerto de Atenas en 1692. Para conquistarla, los venecianos no repararon en gastos: le pegaron un cañonazo al Partenón y santas pascuas. Los turcos lo usaban de polvorín, así que se pueden imaginar cómo quedó. Llevaba 23 siglos intacto. La historia de este león esconde un destello de lo que fue aquel Mediterráneo vital, hoy pasto de los cruceros y desconocido para quien apenas ve más allá de la playa. Resulta que el león tenía unas inscripciones rarísimas en las patas. Tuvo que llegar el siglo XIX para que un experto danés dijera más o menos: «¡Pero hombre por Dios, esto son runas nórdicas!». Era un mensajito grabado en el siglo XI por Harold el Alto, un mercenario noruego. Una de las frases decía: «Asmund grabó estas runas con ayuda de Asgeir, Thorleif, Thord e Ivar, por deseo de Harold el Alto, aunque los griegos, tras pensarlo, se opusieron».


El viajero sale de su proverbial ensimismamiento y ve que ha llegado su hora, la de embarcar. Vuelve al hotel, coge la maleta y va al puerto de cruceros. Atraviesa el nuevo puente de Calatrava. Comunica las estaciones de tren con la de autobuses y cruceros, en las afueras. Sin duda debe de ser la razón por la que está lleno de escalones. Los turistas realizan la ascensión arrastrando sus maletas a trompicones y maldicen el diseño contemporáneo. Pero el viajero se olvida de todo al ver en la lejanía la mole imponente de tres cruceros, que sobresalen de los tejados como las pirámides.


Según se acerca rumia sus dudas. ¿Será verdad que va Pelé? El viaje no está en el catálogo de la naviera y no tiene ninguna publicidad. ¿Será una secta futbolera? ¿Una reunión de tarados de Facebook? ¿Un viaje premio de una promoción de neveras?


Pero el viajero se tranquiliza al ver familias normales, si es que existen. Sobresale una pareja de modelos, como Ken y Barbie, como dos jirafas en un rebaño de ñúes. El viajero piensa que se han perdido, pero luego verá que son la jet del barco, del sector de lujo del centro de belleza. Antes de subir se cerciora, como advierte un cartel, de que no lleva su pistola lanzabengalas ni sus sustancias radiactivas. Esas cosas que, por un descuido, pueden fastidiarle las vacaciones.


Rodeado de dioses griegos


En la pasarela topa con dos chicos de traje que le cascan una foto, por si quiere comprarla después. Por fin entra en una apoteosis de moquetas, brillos y colores, donde emerge un bar. Es la planta tres, denominada Aries. Tiene que subir a la siete, Acuario, y va a los ascensores, con caretos de dioses griegos en la puerta.


También ve de reojo que hay maniquíes mitológicos en el gran tragaluz que se abre sobre el bar. Aunque más bien parecen de Locomía, lo ha captado: es un barco temático que va de deidades griegas. La muchedumbre parece fascinada con lo bonito que es todo, aunque el contraste de lo postizo con la belleza de la ciudad da mucho en el ojo. Pero el viajero aún no ha visto nada. Llega a su camarote y se le presenta su camarero personal, un filipino muy cordial llamado Omar, que le abre la puerta. Al viajero le hace ilusión tener mayordomo, como en las novelas de P. G. Wodehouse, para tener diálogos sarcásticos en inglés. Pero deja la maleta y sube a toda prisa a lo más alto para contemplar la salida del barco. Son 17 pisos y la vista es imponente, como ver Venecia desde un helicóptero.


El buque se separa suavemente del muelle frente a otro crucero gigantesco. Se oye la música de discoteca a todo volumen del barco de enfrente. Los pasajeros comentan satisfechos que el suyo es más grande. La gente se despide como si fuera un estadio, cuatro mil aquí, cuatro mil allá. Saludan con la mano. Es infantil, pero tiene encanto. De repente suena la sirena, un sonido triste y excitante, vestigio romántico de una época. Sin embargo, es contrarrestado rápidamente: el viajero sufre una alucinación sonora que se superpone. Le parece oír de fondo a Andrea Bocelli: «Con teeeeee partiroooooooò...». Es la megafonía del crucero, contrapunto hortera inaugural que ofrece a los clientes una partida de anuncio de colonias. El viajero teme que esté a la altura de sus expectativas. Lo han pensado bien porque es el atardecer.


Luego, ante su asombro, el barco que ha salido antes enfila el canal de la Giudecca hacia el corazón de la ciudad y el suyo le sigue, como elefantes en una cristalería. Pasan triunfantes ante el mismísimo San Marcos, que parece un juguetito en un escaparate. Al viajero le parece una brutalidad que no puede evitar que le fascine. Venecia es así tan poca cosa que hay algo de sacrílego, ultrajante, en esta chulería de pasarle por encima. Es como una invasión marciana. Con esta sublime visión aérea, el viajero piensa que Venecia es uno de los pocos lugares donde si llegara un extraterrestre pensaría que ha encontrado una especie superior. Aunque si luego viera el crucero pensaría que ha entrado en regresión y ahora usa la ciudad como garaje de naves espaciales.


Esta ciudad, primor de cinismo, belleza, ligereza y armonía se sostiene, como un prodigio, sobre un auténtico bosque paralelo de estacas. Dicen que la iglesia de la Salute se apoya en 1.156.672. Esta filigrana flotante soporta veinte millones de turistas al año, frente a 60.000 vecinos contados, dedicados a gestionar la decadencia con elegancia, como sus antepasados. Cuando por fin cayó Venecia, Napoleón encontró 136 casinos. Ahora la ciudad hace striptease ante los cruceros. Cada año, durante siglos, el dux navegaba hasta la boca del Adriático para arrojar un anillo, en una boda simbólica con el mar, como prueba de dominio. El crucero para como una colosal apisonadora y en el fondo del mar tintinean cientos de anillos olvidados.