15 ago 2009

SUDADA OLIMPICA

Como no hay con quien compartir experiencias en este período vacacional, pues uno lee, que saber sabe, y ahora al igual que cual Maruja casera mirando la telenovela, me he enganchado a los artículos del Íñigo, que de paso os diré que se apellida Domínguez, estos artículos los publica en el Norte de Castilla, no le quitemos méritos a nadie, y que nadie piense que mi corto intelecto da para inventarme estas parrafadas.

Hoy os paso un segundo capítulo de sus aventuras cruceristicas, espero que os guste.

Originalmente esta imagen se movia y bailaba el Sirtaki, pero el Blogspot no lo permite, lo siento.


El crucero entra en el universo griego y hace escala en Olimpia bajo un sol ardiente, con una excursión por las ruinas míticas que culmina con un sirtaki en un restaurante típico


El viajero se levanta a las siete de la mañana. A esa hora la nave pasa frente a Ítaca. El pobre Ulises se pasó diez años dando vueltas por el mar para llegar aquí y, fundar un pilar de la civilización occidental, una de cuyas cúspides es este crucero de 17 pisos. Ulises se habría dicho que quién lo pillara, aunque no es precisamente el pasajero tipo. Encarna el espíritu de aventura y el individualismo. Del mismo modo, su mar no es el de ahora. Entonces era el vasto misterio, el gran desafío, fuente de sabiduría. Hoy la mayoría de la gente del crucero ni sale a mirarlo porque le coincide con el bingo.

El crucero navegará aún por lo que fueron dominios venecianos, pero ya entra en la órbita griega, lo que una vez fue el mundo. Al viajero le sorprende la cantidad de luz que hay a esa hora. Acaba de amanecer y el barco está desierto. En la piscina, unos empleados filipinos colocan las toallas al ritmo de un sirtaki con volumen de discoteca. El viajero teme que le van a abrasar con el sirtaki. Mira hacia Ítaca, pero no ve nada porque el sol está justo ahí. Ante el lugar mítico, el viajero no siente nada especial, pero tampoco con las fusiones bancarias y son una cosa importantísima.

Ítaca y Perejil

Con su habitual falta de preparación, el viajero reflexiona sobre por qué los mitos han caído tan bajo. Uno empieza con Ulises y termina con Michael Jackson o Cristiano Ronaldo. El viajero recuerda lo que ponía en la enciclopedia de su casa sobre los Beatles: «Conjunto músico-vocal británico dedicado a la canción ligera moderna». Trece líneas. Habrá que buscar a Michael Jackson dentro de unos años, a ver en qué se ha quedado. Las enciclopedias le ponen a uno en su sitio.

La Odisea también ha envejecido mal: la isla de Ogigia, donde Ulises vivió con Calipso, correspondería al islote de Perejil, escenario de temibles enfrentamientos armados de pacotilla. Ulises se largó aunque la ninfa le ofrecía la eterna juventud. Dada la obsesión por los tratamientos de belleza, si el crucero hiciera escala allí se quedaría la mitad del pasaje. Hades, según otras teorías, quedaba por Ceuta. Eso le recuerda al viajero ese chiste de uno al que le preguntan si cree en el más allá: «¡Cómo no voy a creer, si soy de Melilla!»

El crucero pasa ahora frente a Cefalonia y más allá se esconde el golfo de Lepanto. Hasta aquí vino Cervantes a que le partieran la cara. Allí tuvo lugar uno de los mayores crímenes del ejército nazi, muy olvidado. En Cefalonia, tras la rendición de Italia, los alemanes se cepillaron a más de cinco mil italianos. Lepanto fue cosa de una mañana. Cien mil personas y 500 barcos. Los cristianos hundieron la flota turca y, hala, hasta el próximo choque de civilizaciones. En el Mediterráneo ha estado siempre la línea entre Oriente y Occidente.

Por fin, cobertura

En estos dos primeros días el barco ha navegado cerca de la costa, con la tierra a vista, como los primeros hombres que empezaron a aventurarse en este mar. Se animaban a ir un poco más allá, venciendo el miedo, a ver qué había. Hoy esto tiene más utilidades: por fin hay cobertura. Lo primero, naturalmente, es informarse de las incidencias meteorológicas de los lugares de origen. «Bueno, bueno, en Santander ha debido caer una...», se comenta.

El viajero se aleja de Ítaca, como cuando los compañeros de Ulises abren los odres de los vientos de Eolo. Ulises se planteó entonces lo mismo que el viajero esta mañana al rellenar un prospecto sobre la gripe A y pensar en quedar encerrado en cuarentena: «Y yo medité en mi inocente pecho si debía tirarme del barco y morir, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos». Ulises asumía su destino trágico, y el viajero debe aceptar su destino de vacaciones.

Hoy toca escala en Olimpia. Para bajar a tierra se ha apuntado a una excursión organizada, de 65 euros. Inevitablemente, había una que era 'Olimpia entre el mito y la modernidad', pero ha elegido 'El sabor de la antigua Grecia', porque luego les llevan a un restaurante a degustar productos locales «con alegres notas del sirtaki».

El barco atraca a las doce y la gente tiene tiempo de formar la parrilla humana al sol. Los habitantes del Mediterráneo están alcanzando fantásticos resultados en pos de la obesidad y el torpor. El espectáculo de la gente tomando el sol es un poco desagradable porque la mayoría de nosotros somos feos. No quedamos bien. Viendo la salchichada masiva, el viajero recuerda con fastidio que va a volver a perderse el bufet de sólo hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas. Y él en las ruinas de Olimpia, cuna del deporte, qué se le va a hacer.

En el crucero uno puede pasarse la mañana de siete a tres empalmando los bufets repartidos por los puentes. Luego hay ahí una hora muerta, que se hace dura, hasta el té-merienda de las cuatro y media.

El barco atraca en Katakolon, pueblo surgido de la nada en una bahía que debía de ser tranquila pero en la que vieron el chollo de construir un puerto para cruceros. Ahora hay dos buques colosales frente al poblado, que en realidad es una calle de restaurantes y tiendas de recuerdos.

Junto a la isla de Onassis

La guía del autobús está hábil para ganarse al público y dice lo primero que ahí cerca está la isla de Scorpios, la de Onassis. Cuando llegan a Olimpia y divisan las ruinas entre las encinas la mayoría intuye que aquello se va a hacer eterno, porque el sol pega que no veas. El grupo del viajero parece de gente normal. Es que en el barco, todos se quedan en nada. «Vamos a fijarnos en alguien del grupo para no perdernos», dice una familia. Al final eligen a un señor gordo como bandera distintiva.

La guía explica que los primeros Juegos Olímpicos son del 776 a.C. Llegaban atletas de mil ciudades estado, de Gibraltar a Asia Menor. La guía dice que iban desnudos. Cuesta trasladarse a la época, no porque esté todo roto, sino porque pupulan decenas de excursiones. Dos cruceros que desembarcan a la vez pueden ser ocho mil personas de golpe. Aunque vengan del crucero con dioses pintados en los ascensores cuesta profundizar. La guía habla del templo de Hera pero los niños encuentran cosas más interesantes.

Uno de ellos experimenta con una cámara. El viajero recuerda la expectación al ir a buscar las fotos a la tienda, a ver cómo habían salido. De la impaciencia se veían en la misma calle. Ahora casi ni se miran, porque se fotografía todo continuamente.

Hay padres que se mantienen al margen del grupo, como que eso no va con ellos. En general, salvo excepciones, no hace gracia formar parte de la borregada. Los hombres adultos no son muy de fotos, se hacen los duros. Observando matrimonios mayores, el viajero piensa que muchos señores siempre están como soportando a la mujer y sus manías, pero ellas son más activas y vitales.

Por su parte el viajero se asoma a un hecho incontestable de nuestro tiempo: a las chicas cuando se sientan se les ve el culo. Ya es algo aceptado. Antes era excepcional y casero, cuando iba a casa el fontanero y se metía bajo el fregadero. Ahora es tendencia.

A la apoteosis natural que empuja a la siesta se unen los abejorros. En esto llegan al estadio y la cosa se anima. Se conserva la línea de meta de las carreras y la gente se lanza a hacer fotos, simulando que corre o en posición de salida. Sin obligaciones, el hombre se pasaría el día haciendo el gamberro. Pero los niños se lo toman en serio. La ruta sigue y los niños discuten si lo que se ve en la herida de uno de ellos es carne o es piel.

La visita se acaba. Al regresar a Katakolon van a un restaurante donde hay platos con aceitunas y piscolabis locales. Una señora se sirve agua y se atraganta: es ouzo, el anisete local. El personal hace acopio de alimentos como si no hubiera comido en su vida. El tentempié es justito, pero los del bar echan el resto con el sirtaki. Como temía el viajero, sacan a bailar. Pero los otros turistas son más enrollados, enseguida se monta un corro. Al viajero le sorprende siempre esa capacidad del turista de apuntarse a un bombardeo. Acaban sudando, porque son las cuatro y no son horas.

El viajero se escapa a dar un vistazo a las tiendas. Hay estatuas, gorros, mil objetos de nula utilidad. Imanes de nevera con escenas eróticas de ánfora griega. Todo de China, donde se producen los recuerdos turísticos del resto del mundo, idénticos.

«Hoy llegan los bárbaros»

De regreso al barco los pasajeros parecen hormiguitas hacia la nave espacial. Llegar al pie del crucero da una sensación grandiosa. Despidiéndose de ese pueblo fabricado para recibir visitantes el viajero, típico esnob que copia citas, recuerda ese poema de Cavafis, griego de Alejandría:

-¿A qué esperamos congregados en la plaza?

-Es que hoy llegan los bárbaros.

El poema sigue con preguntas que plantean por qué el senado está cerrado, por qué el príncipe espera en la puerta y la respuesta siempre es la misma. También se pregunta por la razón de brazaletes y anillos brillantes. Respuesta: «Porque hoy llegan los bárbaros y esas cosas deslumbran a los bárbaros». Al final no llegan y el poema concluye: «¿Qué será de nosotros? Esos hombres eran una cierta solución».