Leí hace algunos días un artículo en un periódico del Sur que realmente me dio que pensar, y me sirvió para reafirmar que todos aquellos que estamos rondando los 45, debemos tomarnos las cosas con otra filosofía, por ello me ratifico en mis deseos de jubilarme ya.
Pero como no soy egoísta, os lo transcribo para que reflexionéis.
LA VIDA CONTADA
Pero como no soy egoísta, os lo transcribo para que reflexionéis.
LA VIDA CONTADA
El pasado miércoles, cuando estaba en el puerto para recibir a una pareja de amigos que viajaban en uno de los cruceros que hacen escala en Málaga, vi a Fran sentado en un noray. Miraba alejarse con nostalgia un gran barco de pasajeros que parecía un edificio flotando en el mar, como un iceberg. Me sorprendió encontrarlo allí, tan serio y ausente. A pesar de ser buenos amigos, hacía meses que ni siquiera nos habíamos comunicado por teléfono. Me hizo ilusión verlo. Cuando le rocé el hombro para saludarlo, se dio la vuelta y descubrí que tenía los ojos irritados. Le invité a tomar un café y fuimos paseando despacio hasta la plaza de la Marina.
Apenas nos habíamos sentado en la terraza del café, Fran se puso a hablar como si hiciera mucho tiempo que no se desahogaba con nadie. Me confesó que desde hacía bastantes días no podía conciliar el sueño porque tenía la sensación de que la vida se le escapaba irremediablemente. «Tengo cuarenta y cinco años -me dijo-, de los cuales he pasado quince durmiendo y otros quince sentado en el colegio, luego en la facultad y ahora en el trabajo. Una tercera parte de los años que restan los he perdido en tránsitos y esperas, yendo de un sitio para otro y guardando colas en ventanillas, semáforos y caravanas. Creo que en realidad sólo he aprovechado diez años de vida». No supe qué responderle. Mientras lo escuchaba, yo también hacía cuentas mentalmente y llegaba a la misma conclusión. «La vida se escapa», repitió, y noté que sus ojos volvían a irritarse, como si llorara por dentro. Como si ya estuviese despidiéndose del mundo a los cuarenta y cinco años.
Al oírlo, pensé en la edad que yo tenía y en los años reales que me quedaban de vida suponiendo que llegaba a los setenta y cinco y que seguía durmiendo ocho horas diarias, trabajando otras ocho y yendo de un lado a otro para, finalmente, no llegar a ningún sitio. En vez de consolarlo, Fran me estaba contagiando su pesimismo. Me quedaban cinco años de vida. «No tienes que pensar en eso», se me ocurrió decirle. Pero ambos sabíamos que los pensamientos no se domestican como si fueran animales de compañía. Los pensamientos son libres y a veces demasiado crueles con sus propios dueños. Me despedí de Fran con la promesa de llamarlo pronto. Le volví a dar ánimos y nos separamos. Me dirigí a casa. Iba caminando por el parque y no podía apartar de mi mente el plazo de vida que me quedaba. Me propuse dormir y trabajar menos. No perder el tiempo en tonterías. Aprovechar al máximo los años que me quedaban. Al cruzar el paso de peatones de plaza Torrijos, no me fijé en el semáforo rojo y un coche estuvo a punto de atropellarme.