Vaya algunos días sin dar señales de vida, algunos pensarán que estoy de vacaciones, pues no es así, en agosto hacen vacaciones los obreros y los trabajadores, que no es mi caso.
Hoy os paso un artículo que he encontrado en la red y que no tiene desperdicio, lo considero un buen e irónico artículo de Iñigo, al que desde aquí felicito.
El crucero tiene un ambiente mitológico de Locomía, pero el espectáculo es dejar Venecia a los pies de un buque colosal
Este primor de cinismo, belleza y armonía se soporta sobre un bosque de estacas
El viajero examina antes de dejar su hotel en Venecia un cuestionario de satisfacción. Qué manía, si luego hacen lo que quieren. Al final hay un párrafo minúsculo en el que avisan de que pasarán sus datos a empresas publicitarias. El viajero cree que es mucho morro, pero ve al lado una casilla para marcar y piensa que es optativo. Pero no. Más pequeñito todavía dice: «Marque aquí si prefiere renunciar a esta oportunidad». Qué sibilino. Muy veneciano.
El viajero se embarca hoy en su crucero y ya se lanza al fragor turístico de Venecia. Bordea el gueto, el primero de la historia. Es una palabra veneciana. Son los primeros a quienes se les ocurrió encerrar a los judíos en el siglo XVI. Luego los Papas siguieron perfeccionando la idea. Los venecianos siempre han sido unos reverendos hijos de mala madre. Inventores de otros engendros malignos, como los bancos, junto a los genoveses. Y son los maestros absolutos en el arte de la picaresca. El viajero los admira rendidamente, como a todos los italianos. Tiene simpatía por los golfos.
En busca de la esencia del mar que surcará el crucero, el viajero piensa que la astucia es un rasgo fundacional mediterráneo.
Por ejemplo, en el siglo XVIII los carteristas que entregaban su botín a la Policía podían quedarse una parte. La explicación era que así «se favorece entre el pueblo la práctica de una actividad ingeniosa, inteligente y sagaz», como cuenta Jan Morris en su maravilloso libro de Venecia que el viajero piensa copiar a saco. Añade que ya en el siglo XIII había una policía turística que guiaba a los visitantes a las tiendas caras y que a Tiziano le robaron en casa mientras agonizaba de peste.
Pero ¿cómo no aprovecharse de semejantes rebaños de tarugos? El viajero se mece entre muchedumbres gritonas de colores que se extravían a cada paso. Constata que perdura la pasión de las americanas por las pamelas, y por esas viseras gigantes que se colocan con el flequillo encima.
El viajero ha ido bastante a Venecia y la conoce un poco. Bueno, conocer es una palabra seria. Cuando se pierde al cabo de cinco minutos mantiene cierta dignidad y sólo tarda un rato en intuir dónde está. Hasta los turistas más avezados se paran al final en una esquina y sacan el mapa a escondidas, mientras al lado pasa algún veneciano a toda velocidad. El viajero piensa que en Venecia eres siempre un intruso. Aunque vayas mil veces se nota mucho que no eres de allí. Los venecianos se encierran en sus costumbres, impermeables en la ciudad de agua.
El viajero se pierde en el laberinto. Llega como un estúpido al final de una calle que se cierra y recuerda con pesar que hace cinco minutos que dejó atrás el último cruce. O, por el contrario, llega al fondo de una calle temiendo lo mismo, pero en el último instante, a un lado se abre de repente otra calle. Quizá hasta hace un momento no estaba ahí y se cerrará a sus espaldas. Llega a Rialto. Aquí estaba en el siglo XII el primer banco estatal de la historia, la Banca Giro, que ahora es un bar. Durante tres siglos desde aquí se controlaba todo el comercio internacional, su monopolio de Oriente. En 1499, cuando se supo que un tal Vasco de Gama, otro pedazo de viajero, había encontrado una ruta dando la vuelta por África, quebraron varios bancos. Aquí las ven venir desde muy lejos.
Vienen a ver escaparates
Venecia ha sido muy grande y en el crucero el viajero navegará casi todos los días por antiguos dominios venecianos. El viajero interrumpe su desvarío ante la visión de guiris agolpados en las tiendas. Lo de venir a ver escaparates es que no lo entiende.
El viajero se acerca a la plaza de San Bárnaba. Ha leído que ahí se estrenó el día anterior la primera gondolera oficial de la historia. Sí, una mujer. Italia va asumiendo estos conceptos modernos. Cualquier día descubren la tarjeta de crédito en algunos restaurantes. Un día histórico en Venecia no es moco de pavo.
El viajero encuentra a dos gondoleros en el muelle, muy aburridos. Vence su timidez y va a hablar con uno de ellos. Es curioso, conoce muchos periodistas, y algunos muy buenos, que son tímidos. El gondolero es joven. Le pregunta por el negocio para que se queje un poco, que eso siempre une mucho. «Muy mal, y con el dólar así los americanos ni se acercan», explica. Una vuelta de media hora cuesta 80 euros. Pero le encanta su oficio: «A mi chica le doy paseos y ya le he dado la vuelta a Venecia. De noche es mejor, el agua no parece sucia, y se reflejan las luces, es un espejo». Y añade: «Y también hemos dormido en la góndola». El viajero se muere de envidia.
Luego le cuenta de la gondolera, que no está. Se llama Giorgia Boscolo, de 25 años, hija de gondolero -¡cómo no!- y sólo ha superado el examen de acceso. Pero eso quiere decir que dentro de tres meses empezará unas prácticas. Una becaria gondolera que como tal, imagina el viajero, meterá doce horas sin rechistar. Aunque a los dos años la harán fija. Venecia, definitivamente, es un mundo irreal. «Mejor que la alemana esa», comenta. Habla de una tal Alexandra Hal, emperrada con ser gondolera, a quien siempre catean y denuncia un boicot en la prensa internacional.
San Marcos, serie de trolas
Por fin, el viajero se deja caer en San Marcos. La basílica nace de una sucesión de trolas encantadoras. El patrón de Venecia era en realidad San Teodoro, un santo del montón que imponía poco, pues hay como 27 san teodoros. Así que en 829 un comando veneciano robó el cuerpo de San Marcos en Alejandría y luego inventaron la leyenda de que el evangelista había naufragado en la laguna, aunque lo del robo también parece ser fabulado. El caso es que allí tenían un tipo que decían que era San Marcos. Luego ya fue la apoteosis: en el templo hay decenas de reliquias, desde un dedo de María Magdalena a cubertería de la Última Cena. Venecia está llena de santos robados. Sólo en San Tomà hay diez mil reliquias. El viajero piensa que el Mediterráneo también es muy fiambrero. Pero si una farsa sirve de pretexto para levantar San Marcos, bienvenida sea. Contemplando su aire de pagoda, el viajero cree que los italianos son sabios. Creen más en la forma, lo único tangible.
Por sentido del deber, el viajero se acerca a verificar la situación en el Puente de los Suspiros. Es más lamentable de lo que esperaba: está cubierto de publicidad y parece el escenario de un festival pop. Pero la gente se hace las fotos encantada, alabando en algunos casos el envoltorio plástico, como si fuera mejor o una visión más única. Exclusividad es hoy la palabra deseada por la masa, aunque no hay para todos. El viajero se pregunta alarmado si alguno de estos personajes tan exclusivos será compañero de crucero.
El león del Arsenal
Angustiado, huye hacia el Arsenal, el mayor astillero del mundo en su tiempo. Del XIV al XVI, Venecia era la gran potencia del Mediterráneo. Al viajero le gusta el gran león de la entrada, que según las guías fue robado por el dux Francesco Morosini en el puerto de Atenas en 1692. Para conquistarla, los venecianos no repararon en gastos: le pegaron un cañonazo al Partenón y santas pascuas. Los turcos lo usaban de polvorín, así que se pueden imaginar cómo quedó. Llevaba 23 siglos intacto. La historia de este león esconde un destello de lo que fue aquel Mediterráneo vital, hoy pasto de los cruceros y desconocido para quien apenas ve más allá de la playa. Resulta que el león tenía unas inscripciones rarísimas en las patas. Tuvo que llegar el siglo XIX para que un experto danés dijera más o menos: «¡Pero hombre por Dios, esto son runas nórdicas!». Era un mensajito grabado en el siglo XI por Harold el Alto, un mercenario noruego. Una de las frases decía: «Asmund grabó estas runas con ayuda de Asgeir, Thorleif, Thord e Ivar, por deseo de Harold el Alto, aunque los griegos, tras pensarlo, se opusieron».
El viajero sale de su proverbial ensimismamiento y ve que ha llegado su hora, la de embarcar. Vuelve al hotel, coge la maleta y va al puerto de cruceros. Atraviesa el nuevo puente de Calatrava. Comunica las estaciones de tren con la de autobuses y cruceros, en las afueras. Sin duda debe de ser la razón por la que está lleno de escalones. Los turistas realizan la ascensión arrastrando sus maletas a trompicones y maldicen el diseño contemporáneo. Pero el viajero se olvida de todo al ver en la lejanía la mole imponente de tres cruceros, que sobresalen de los tejados como las pirámides.
Según se acerca rumia sus dudas. ¿Será verdad que va Pelé? El viaje no está en el catálogo de la naviera y no tiene ninguna publicidad. ¿Será una secta futbolera? ¿Una reunión de tarados de Facebook? ¿Un viaje premio de una promoción de neveras?
Pero el viajero se tranquiliza al ver familias normales, si es que existen. Sobresale una pareja de modelos, como Ken y Barbie, como dos jirafas en un rebaño de ñúes. El viajero piensa que se han perdido, pero luego verá que son la jet del barco, del sector de lujo del centro de belleza. Antes de subir se cerciora, como advierte un cartel, de que no lleva su pistola lanzabengalas ni sus sustancias radiactivas. Esas cosas que, por un descuido, pueden fastidiarle las vacaciones.
Rodeado de dioses griegos
En la pasarela topa con dos chicos de traje que le cascan una foto, por si quiere comprarla después. Por fin entra en una apoteosis de moquetas, brillos y colores, donde emerge un bar. Es la planta tres, denominada Aries. Tiene que subir a la siete, Acuario, y va a los ascensores, con caretos de dioses griegos en la puerta.
También ve de reojo que hay maniquíes mitológicos en el gran tragaluz que se abre sobre el bar. Aunque más bien parecen de Locomía, lo ha captado: es un barco temático que va de deidades griegas. La muchedumbre parece fascinada con lo bonito que es todo, aunque el contraste de lo postizo con la belleza de la ciudad da mucho en el ojo. Pero el viajero aún no ha visto nada. Llega a su camarote y se le presenta su camarero personal, un filipino muy cordial llamado Omar, que le abre la puerta. Al viajero le hace ilusión tener mayordomo, como en las novelas de P. G. Wodehouse, para tener diálogos sarcásticos en inglés. Pero deja la maleta y sube a toda prisa a lo más alto para contemplar la salida del barco. Son 17 pisos y la vista es imponente, como ver Venecia desde un helicóptero.
El buque se separa suavemente del muelle frente a otro crucero gigantesco. Se oye la música de discoteca a todo volumen del barco de enfrente. Los pasajeros comentan satisfechos que el suyo es más grande. La gente se despide como si fuera un estadio, cuatro mil aquí, cuatro mil allá. Saludan con la mano. Es infantil, pero tiene encanto. De repente suena la sirena, un sonido triste y excitante, vestigio romántico de una época. Sin embargo, es contrarrestado rápidamente: el viajero sufre una alucinación sonora que se superpone. Le parece oír de fondo a Andrea Bocelli: «Con teeeeee partiroooooooò...». Es la megafonía del crucero, contrapunto hortera inaugural que ofrece a los clientes una partida de anuncio de colonias. El viajero teme que esté a la altura de sus expectativas. Lo han pensado bien porque es el atardecer.
Luego, ante su asombro, el barco que ha salido antes enfila el canal de la Giudecca hacia el corazón de la ciudad y el suyo le sigue, como elefantes en una cristalería. Pasan triunfantes ante el mismísimo San Marcos, que parece un juguetito en un escaparate. Al viajero le parece una brutalidad que no puede evitar que le fascine. Venecia es así tan poca cosa que hay algo de sacrílego, ultrajante, en esta chulería de pasarle por encima. Es como una invasión marciana. Con esta sublime visión aérea, el viajero piensa que Venecia es uno de los pocos lugares donde si llegara un extraterrestre pensaría que ha encontrado una especie superior. Aunque si luego viera el crucero pensaría que ha entrado en regresión y ahora usa la ciudad como garaje de naves espaciales.
Esta ciudad, primor de cinismo, belleza, ligereza y armonía se sostiene, como un prodigio, sobre un auténtico bosque paralelo de estacas. Dicen que la iglesia de la Salute se apoya en 1.156.672. Esta filigrana flotante soporta veinte millones de turistas al año, frente a 60.000 vecinos contados, dedicados a gestionar la decadencia con elegancia, como sus antepasados. Cuando por fin cayó Venecia, Napoleón encontró 136 casinos. Ahora la ciudad hace striptease ante los cruceros. Cada año, durante siglos, el dux navegaba hasta la boca del Adriático para arrojar un anillo, en una boda simbólica con el mar, como prueba de dominio. El crucero para como una colosal apisonadora y en el fondo del mar tintinean cientos de anillos olvidados.